El prejuicio es la acción y efecto de prejuzgar (juzgar las cosas sin tener cabal conocimiento o antes del tiempo oportuno). Un prejuicio, por lo tanto, es una opinión previa acerca de algo que se conoce poco o mal.
Hemos aprendido a prejuzgar de una manera diría que radical, esto no es algo que esté en nosotros, es una manera de anticiparnos a la opinión objetiva o incluso subjetiva pero desde el conocimiento de lo que juzgamos. Cuantas veces no hemos escuchado a alguien decir: “es que en cuanto veo a alguien, nada más por la manera de andar sé cómo es”.
No damos tregua a nuestra imaginación y queremos juzgar a alguien o a algo a partir de unos patrones que ya hemos formado en nosotros, y que damos como ciertos y únicos. Que daño hace esta aparente “capacidad divina” que tenemos los humanos.
Hace muy poquito viajé a La Habana, cargado de prejuicios sobre Cuba, los cubanos, sus políticos etc…, ya había recibido tanta información que me había montado mis propias opiniones, patrones y estereotipos; según lo que me habían contado, lo que había leído, etc. Y de verdad nada como viajar para desmontarlo todo.
En este camino que sigo desde hace un tiempo de mi crecimiento personal y emocional siempre voy atento a mis reacciones, soy consciente de lo que vivo en cada momento, y me lo cuestiono todo. Así que suelo llevar una lucha interna con mi “ego” y sus pensamientos. Esto me sirve, para aparte de vivir esa atención plena, o por lo menos intentarlo, prestar atención a mis prejuicios.
En La Habana fui desmontando esos prejuicios que llevaba, a medida que conectaba con la ciudad y sus gentes, y recordaba lo que había oído y lo que me habían contado, sobre los cubanos, la Habana y todo lo que la rodeaba. Incluso algunos comentarios contradictorios que según venían de quién, eran de uno u otro signo. Al final la conclusión, cuando desmontaba ese prejuicio era el daño que el mismo me hacía.
Sería largo de contar después de siete días allí, todas las experiencias vividas, pero a modo de ejemplo:
Una mañana que iba a visitar la zona de la Habana vieja, se me acerca un individuo morenito de piel, y bastante grande, me preguntaba si tenía necesidad de taxi, le dije que no, y me comenzó a preguntar de donde era, de donde venía, en fin que entablamos una conversación fluida, que era lo que yo quería, conocer a ese pueblo a través de sus gentes. Terminó acompañándome por la ciudad durante más de dos horas, mi pensamiento estaba todo el rato en guardia, me habían advertido de personas que hacían con los turistas no sé cuántas cosas, y de verdad anduve con él ese tiempo pero con excesiva prudencia, y siempre pensando qué me podía hacer, midiendo los riesgos y marcando una cierta distancia física. Había quedado con unos amigos cubanos, y le dije que teníamos que separarnos, me estuvo todo el rato ilustrando de los lugares importantes y dándome información de por dónde pasábamos; me acompañó al lugar de encuentro con Roly y Alex, insistí en que no lo hiciera; y me contestó que prefería llevarme, porque así se quedaba tranquilo de que llegaba bien a mi destino, que era su responsabilidad, desde el momento en que me había acompañado. Efectivamente me dejó esperándolos en el punto convenido se despidió, agradeció mi compañía y no me pidió nada a cambio. En fin, mi prejuicio, me hizo no disfrutar como hubiera podido de su compañía.
Y con esto no quiero decir que no haya que tener prudencia cuando uno viaja, pero si esa prudencia viene precedida de un prejuicio fuerte puede ser molesta y excesiva.
Viajar, te abre la mente, desmonta prejuicios y te hace crecer en lo que somos, seres humanos y te eleva tu capacidad crítica.
Dpto. de comunicación